Los cambios a lo largo de la existencia de una persona son a menudo graduales, extendidos en arcos temporales, aferrables sólo a distancia. Pero algunas veces existen momentos tópicos que marcan la transición entre un antes y un después, en un nivel más o menos simbólico o sustancial. A veces como la bolita que rueda hacia abajo por una pendiente, y elige una vertiente en lugar de la otra. Bastaba un empujoncito y uno habría sido atraído hacia un universo agregativo relacional distinto. A veces más como la gota de exasperación y de frustración que hace alcanzar un umbral crítico y colmar el vaso. No siempre basta una imagen en la que sale sólo el agua de más y el barreño permanece intacto, sino más bien es aquella gota de ácido en exceso que transforma una sólida montaña imponente en fango desenfrenado.
Últimamente, diez años después, uno de estos momentos está emergiendo obsesivamente de las nieblas de mi memoria; quizá porque sólo ahora tengo consciencia suficiente de los instrumentos culturales para afrontarlo. Exactamente como ha sidoel ápice de un contexto que ahora definiría represivo por no decir abortivo, que me ha marcado durante un largo período a pesar de una terca oparación de eliminación: durante años me habría limitado a decir que en pocos meses abandoné la enseñanza media, el fútbol y el oratorio y la casi totalidad de las fecuentaciones anejas. Y que los elementos de continuidad en mi vida eran mi madre, mi padre y dos amigos, o habría mencionado un amor platónico. Evidentemente no eran
ambientes que percibía estimulantes, que secundaran mis inclinaciones, sino que consiguieron en parte inculcarme la vergüenza de mi sensibilidad (o diría de mi inteligencia si no pareciese presuntuoso), la ambición a la mediocridad, e incluso también miedo de la cultura, que he intentado eliminar durante toda la adolescencia.
Me dispongo a describir este evento por una especie de eliminación de la eliminación, como para compensar todas las veces que pensando en ello he querido hacerlo desaparecer, como una especie de exorcismo a la inversa, como si en el ser una empresa particular tuviera algo de universal, no dejándome influenciar por la remota posibilidad que alguno que era presente en aquel momento lo pueda leer.
La ambientación es un salón en el primer piso de la guardería del oratorio, grandes ventanales que daban a parar al patio
donde, en horarios rígidamente establecidos, se podía jugar al fútbol, siempre que el párroco no estuviera resentido por algún ruido fuera de lugar; tantas sillas incómodas y un olor penetrante de pulpa de pera que proviene de las escaleras, una treintena de chicos de 13-14 años, algún monitor y alguna monja. Es un encuentro de preparación a la confirmación con la que habríamos confirmado algunos días después nuestra pertenencia a la fe cristiana católica. Las preguntas eran: ¿si
la confirmación fuera un plato?¿y si fuera un color? El juego era ya conocido, sabía que se esperaba de mí, la respuesta no debía desviarse demasiado, y agradar a las monjas era fácil. A veces si quería esforzarme y no sentirme mortificado, intentaba también salir con algo no completamente banal. Aquél día no estaba dispuesto a compromisos, y tras haberescuchado una serie de respuestas disciplinadas y ortodoxas dije algo del tipo: "El color es tranparente porque tiene que ser una elección efectuada con transparencia, conciencia, delante de todos, y el piato es macarrones con ragout, porque la vida está hecha de caminos, representados por los macarrones, y se pasa de camino a camino como si
se estuviera dentro del piato, y se pasara dentro de los macarrones, y después de macarrón en macarrón. Están llenos de obstáculos, que vienen representados por el ragout". No es que ahora reivindicaría esta alegoría comoparticularmente ingeniosa. Pero lo dije seriamente. No solo exteriormente. En el sentido de que la construcción ética y cosmológica que habían intentado enseñarme, me parecía ya inestable, pero todavía no había extrapolado la idea que se pudiera vivir sin (aquella) religión. Simplemente no me creía todo lo que me decían, por lo que en el ámbito del razonamiento que estábamos haciendo me parecía una metáfora sensata compatible con los esquemas de razonamiento
impuestos. Todos los demás chicos rompieron a reír, quizá después también un poco yo, contagiado de la euforia colectiva. Las monjas no, en particular una, la "mala" (¿quizá toqué también alguna cuestión abierta que hizo que se diera por aludida?) De lo que balbució recuerdo sólo que yo era un idiota, que hablaba como un disminuido [y sobre todo que transparente no era un color]. Probablemente dijo otras cosas en línea con su orgullo autoritario herido pero no con
su supuesta función educativa. Yo salí hecho un mar de lágrimas (pero eso no era extraño visto que lloraba por las notas de la escuela), humillado delante de mis compañeros. En la confesión impuesta a los confirmandos no me salía decir: "no vengo a misa, y no obedezco a mi madre". Fui al párroco que había venido a posta desde fuera, y le dije: "mi padre ha pasado todo el verano en el hospital, nuestra casa se ha inundado, el gato se ha muerto y encuentro dificultades a la hora de relacionarme con los demás. (Veamos qué me dice)". Nada memorable. Y tras la confirmación, como salvar las formas no cuesta nunca demasiado, no me volvieron a ver.
A veces pienso que habría podido ser un chico de parroquia, en el fondo había buenas personas, mejor que cualquier otro coacervado que haya encontrado en un radio de 2 kms alrededor de mi casa, y tengo buenos amigos auténticamente cristianos e amigos interesantes he encontrado todavía más; pero todo lo que he contado no ha sido solo un detalle que me ha alejado. Mi ingenio intelectual y espiritual no podía estar confinado en el interior de un
reino de compatibilidad preconfeccionado. Convivo con las dudas que alimentan una búsqueda continua, con éxitos estructuralmente inestables. El colapso de la montaña era inevitable.
11/09/14
Los macarrones al ragout
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